viernes, 29 de octubre de 2010

Los cuatro monjes (Cuento)

Cuando el hombre anciano sintió que su tiempo estaba por terminarse fue a hablar con los 4 monjes para pedirles que lo cuidaran y que a cambio recibirían su casa. Los monjes aceptaron. Meses más tarde cuando la salud del anciano comenzó a deteriorarse, este vino a vivir a la casa de los monjes. A su llegada el monje laborioso se hizo cargo. Organizó una habitación y se ocupó de la alimentación y la limpieza. El monje que calculaba hizo un cálculo del valor del agua, de la habitación, de la comida, del tiempo que ocupaba el monje laborioso y del tiempo que el mismo dedicaba a hacer los cálculos, los cuales eran mucho más costosos que la comida y los cuidados, razón por la cual los anotaba en una libreta para no perderlos de vista. El monje bueno se dedicaba a serlo. Estupefacto en su bondad se dedicaba a repetir sus sabios consejos, para tener el placer de oírlos y ante las solicitudes del monje laborioso respondía con negativas y le recordaba que este sacrificio era el camino de su salvación. Luego se retiraba a la habitación a seguir siendo bueno. El cuarto monje se dedicaba a mirar la casa del anciano desde la ventana. Impaciente, esperaba el día de la muerte del anciano para apoderarse de ella. Ante los cuidados del monje laborioso argumentaba que eran innecesarios, porque entre más tiempo viviera el anciano, más tiempo deberían esperar para disfrutar de la casa.

El monje laborioso acompañó al anciano hasta el momento de su muerte y luego pudo descansar acompañado del sentimiento del deber cumplido. El monje bueno repitió sus consejos al viento, repitió sus sabias frases sobre la vida y la muerte, pero extrañamente no se sentía bien, se reconocía incómodo y no podía entender la razón de su desasosiego, siendo el tan bueno. El monje que calculaba sacó su libreta y les explicó a los otros como la casa no podría ser distribuida en partes iguales, porque los cálculos que el había hecho eran mucho más costosos que lo hecho por los demás, y entre cifras y fórmulas se apoderó de la parte que le correspondía al monje bueno. El cuarto monje que solo quería la casa y la libertad que veía reflejada en ella, entregó todos sus ahorros al monje que calculaba y al monje laborioso y se fue a vivir a la casa. El monje bueno se fue a seguir siéndolo y no entendía porque a pesar de su bondad sentía hambre y frio. El monje que calculaba después de infinitos cálculos comprendió como a pesar de tener más que los demás, nunca sería suficiente y enloquecido siguió calculando ya no con el dinero que tenía sino con el que le faltaba y con el que nunca podría tener. Con su parte el monje laborioso compró un huerto que siempre le procuró alimento y abrigo.

El cuarto monje fue a vivir a la casa convencido de haber alcanzado la libertad tan añorada. Pero la casa que había sido construida por el anciano, albergaba su espíritu y asqueada de su ambición prefirió derrumbarse y caer sobre el cuarto monje mientras este dormía.

Desde el cielo en anciano mira el huerto y le habla de él al sol y a la lluvia, para tener el placer de verlo siempre florecido.

domingo, 24 de octubre de 2010

Protesta

El pueblo francés lleva todo el mes en medio de huelgas y protestas a la reforma pensional. Los sindicatos, los estudiantes, los empleados públicos y los privados. Ha habido trancones, bloqueos a los distribuidores de combustible y en menor medida a los de alimentos. La poca aceptación con la que contaba la imagen de Sarkozy acabó de hundirse y de un plumazo se aprobó una reforma en medio del “caos”. Y pongo “caos” entre comillas porque con contadas excepciones estas huelgas y protestas parecen más unos amigos que van a un concierto o al futbol. Lo digo con conocimiento de causa, yo que estudié diseño gráfico en la Universidad Nacional y el edificio queda sobre la 26.

La mayor aspiración de un francés es la pensión. Incluso en la encuesta sobre la felicidad, los que acaban de pensionarse son los que se confiesan felices con mayor frecuencia respecto de los demás grupos. Me daba entre tristeza y ternura ver a los adolescentes protestando por la pensión. Cuando yo era adolescente, estaba convencida de que no iba a envejecer y además estaba mas preocupada por vivir, por sacarle jugo a mi existencia que por el día en que iba a dejar de trabajar. Y no es que yo diga que no es una protesta justa, pero respecto a otras dolencias que aquejan a la sociedad francesa, esta es de las menos graves. Además si uno tiene en cuenta el subsidio de desempleo, las ayudas por tener hijos, las facilidades de formación, la educación gratuita, la seguridad social y todos los demás beneficios con los que cuentan los franceses, no puedo dejar de pensar en Verónica Castro llorando a través de sus pestañas postizas en la presentación de “Los ricos también lloran”.

Como un gatico que se muerde la cola, la pobre Francia vive atrapada entre la realidad y la teoría. Tener la mejor seguridad social del mundo vale y el discurso del gobierno parece más el de un papá consentidor, botaratas y sobre protector el día que el sueldo no le alcanza para tanto capricho. La misma gente que protesta le saca a la seguridad social dos cajas de un remedio del que solo necesita una, para luego votar la otra el día que se pasa la fecha de vencimiento. Si de algo saben los franceses es de revisar dichas fechas para luego tirarlo todo a la basura.

Si yo tuviera tiempo y energía para salir a protestar, si me interesara, si no estuviera en medio de una indigestión de francofonía, o si al menos fuera francesa, protestaría por otras cosas. Gritaría arengas por el derecho a elegir. Le pediría al Estado que dejara de pensar por mi. Que me diera la responsabilidad sobre mi vida y mis decisiones. Pediría que me devolvieran la ambición, el apetito, la necesidad. Que dejaran de rellenarme de subsidios para sentir el júbilo del logro y la satisfacción personal. Que me dejen fumar tranquila, hacer ruido, comer grasas… Pediría que me discriminaran de frente, que me dijeran *&$%* extranjera de la gran *&$%*, en vez de mirarme con recelo y dirigirse a mi con eufemismos. Protestaría por vivir una vida plena hasta los 80 y no una insípida hasta los 125. Pero no vale la pena protestar, porque aqui nadie me entendería.

jueves, 14 de octubre de 2010

Nevera

Siempre que mi esposo se va de misión se daña algo. Esta vez fue la nevera. Un día dejó de cerrar la puerta y tres días después  el  hielo cubría las manzanas, el queso y el jamón. El cuarto día nadaban en el agua derretida. Le pregunté a mi vecina si conocía algún servicio técnico. Me preguntó si estaba en garantía. Le dije que tenía más de diez años y que era de la anterior administración.  Me miró con picardía: Cámbiala! Le respondí que no tenía tanto dinero. Me dijo que la pagara en varias cuotas. Me sentí como cuando Indiana Jones descubre el Arca perdida. Me acordé que hace meses tenemos la tarjeta Casino, que nos permite comprar en cuotas, hacer créditos, etc., etc. Todas las semanas nos llega un correo, físico o por email, recordándonos todo lo que podemos comprar y que nadie nos está diciendo que paguemos ya.

Emocionada me voy al hipermercado en mención. Miro con ilusión todas esas neveras que enfrían donde deben enfriar y congelan donde deben congelar. Con sus cajoncitos y bandejas completos y sin remiendos de silicona o cinta pegante. Con puertas que cierran como la puerta de una nevera. Escojo dos y me voy a hablar con el vendedor. Me dice que debe mirar en el sistema si esos modelos están en stock. Y empieza a desplazarse, lentamente, sin afán, con un ritmo casi imperceptible, hasta el otro lado de las góndolas, donde está el computador. Se arregla el pelo, se toca la nariz, y sigue desplazándose, lentamente, sin afán. Finalmente llegamos. Digita los códigos. No señora, no tenemos esos modelos en stock. Le pregunto que modelos están en stock. No señora, el sistema no me deja ver que modelos están en stock, tendría que digitar todos los códigos. Le pregunto cuando le llegan nuevas neveras. No se señora, el sistema no me deja ver eso tampoco, tiene que venir todos los días a ver si hay modelos nuevos en stock. Le agradezco la atención y veo el presupuesto de publicidad de Casino volverse agua y correr por la calle para caer luego en un alcantarilla.

En la noche le cuento a mi esposo todo lo sucedido. Me dice que estamos en una sociedad de consumo, que si no me venden a mi, le venden a otro, que no tienen afán de vender. Le replico que esa es la versión francesa de la sociedad de consumo, que en el resto del mundo me venden a mi y al otro y al otro y al otro, o si no que le pregunte a los chinos. Se ríe y me dice que vaya al almacén donde compramos la lavadora de platos. No es muy bonito, ni glamoroso, y no deforesta un bosque en cada publicidad, pero tiene buenas opciones.

Al día siguiente me voy con mi amiga Mónica al almacén. Ella se queda con los niños en el carro. Una vendedora me recibe en la puerta, le cuento que no tengo mucho dinero, que además tengo afán porque no tengo nevera, que debo comprar algo que esté en stock y que necesito que lo lleven a mi casa lo antes posible. La vendedora hace la cara de “esto es una misión para súper chica” y se va a la bodega gritando desde el corredor para que le ayuden a buscar las neveras en inventario. Dos minutos después vuelve despeinada y sonriente. Me señala: esa y esa. La primera es muy chiquita y la segunda sería perfecta, si tuviera el doble del presupuesto. La miro desilusionada. Me pregunta cuanto tengo. Vuelve súper chica que ahora se sienta frente al computador y dice que va a intentar darme todos los descuentos a los que tiene acceso. Que además es un modelo ecológico y tengo derecho a la prima del gobierno. Saca la calculadora, suma, resta, piensa y me muestra un numero en la calculadora equivalente a mi presupuesto. ¿Le sirve? Le contesto que si, que perfecto. Mientras llena un formulario me dice que la entrega es gratis. Salgo feliz y nos vamos con Mónica y los niños a disfrutar lo que nos queda del día.

Al día siguiente a la hora indicada veo el camión subir por la calle que lleva a mi casa. Dos muchachos la instalan y se llevan la vieja. Espero dos horas para conectarla y me dedico durante la hora siguiente a organizar el mercado. Mi primera nevera. Mía de mi. Si la gente le pusiera nombres a las neveras, yo le pondría el nombre de la vendedora.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Apodos

Mi abuelo me decía “Cacheta” o “Cachetica”, porque siempre fui cachetona. Mi tío José Manuel me sigue diciendo así. Mi abuela me decía “Mi reina”, pero era mas que un apodo una forma de hablar muy cachaca. Mi papá me decía “Ratonau”. En la familia de mi papá me dicen “Pala”. Cuenta la leyenda que yo nunca hablé en media lengua y que mientras paseábamos un tío me mostró un pájaro y dijo: pa-la, y yo le contesté: Pá-ja-ro. En el colegio me dijeron “Choquis” algún tiempo porque alguna vez me cogieron en clase comiéndome unos. Hernán, el hermano de mi amiga Olga y su mejor amigo Raba me decían “La Poderosa”,  porque durante la adolescencia solía usar la expresión “poderoso” para describir las cosas cuando eran o buenas, o grandes, o generosas: Un sánduche poderoso, un carro poderoso, etc., etc. Me encantaba ese apodo y la forma en que lo decían. Mucha gente me dice “Angelita”, pero me han dicho “Angelina”, “Angelein”, “Gelú”, “Angie”, “Angelix”, “Anyeye”. En Francia la personas me dicen: “Anyela”, pero no como un apodo sino porque les cuesta trabajo pronunciar la “G”. Mi esposo me dice: “Guapita” y “Mamacita”. Alguna vez en un súper mercado en Bogotá una cajera le dijo: Perdóneme señor pero usted es un papacito. El aterrado me dijo: - Esa señora piensa que yo soy su papá. Luego de la explicación de que lo que realmente quería la señora era que él fuera el papá de sus hijos, nos quedamos “papacito” y “mamacita”. Pero el mejor apodo de todos me lo puso mi amigo Mario. Hace unos años cuando era la gerente de la compañía en la que trabajábamos, dada la “suavidad” de mi carácter y la forma “sutil” de decir las cosas, el decidió darme mi nombre en Sioux *: “Ave que putea”. Pocas veces me he divertido tanto. Para mi fue como un cumplido que me describía perfectamente. Me imagino que en ocasiones debieron darme otros apodos o “apelaciones”, que no tuvieron a bien decirme de frente. Pero a los que se rieron de mi, conmigo, muchas gracias.

* Tribu de nativos americanos asentados en los territorios de lo que ahora son los Estados Unidos

martes, 12 de octubre de 2010

Plus-que-parfait

Para practicar el plus-que-parfait el tema de la clase son los recuerdos. Me cuesta trabajo. Busco uno que no me vaya a poner triste. Mi nueva compañera búlgara, habla de los recuerdos que traen los olores y los sabores. Yo miro su diccionario en alfabeto cirílico y me da estrés de sólo pensar lo difícil que debe ser para ella aprender este “bendito” idioma. Mi turno. Hace dos días estaba oyendo “Asesíname” de Charly García. Me agarro de ahí y digo que la música es como la banda sonora de determinadas épocas de la vida. Cuento como con mi hermano comprábamos los casetes piratas a los hippies. Las voces que se oían como cantando por entre un tubo. Un universo sin ecualizador donde todo sonaba a la misma altura. También hablo de los primeros cds no-piratas que tuvimos. De la magia de poder oír las versiones limpias. De la felicidad vertiginosa de los conciertos de los músicos argentinos que siempre nos gustaron tanto. Aclaro que éramos un poco “mamertos” y explico la expresión. Ellas se ríen y me preguntan si estoy segura de no seguir siéndolo. Yo replico que el ejercicio dice que use el plus-que-parfait. Ellas responden que el ejercicio no autoriza a decir mentiras. Siguen riéndose. No me queda más que reírme con ellas.

Pero el verdadero recuerdo es otro. Alguna vez vi un reportaje sobre Charly García en el que él mismo contaba como resistía los embates de la dictadura haciéndose el loco. También de sus problemas de droga, de su hijo, de la pintura, de cómo veía que todos sus amigos debían irse a refugiar a otros países para conservar su vida, y de cómo los esperaba. De la gente que lo odia y de la que lo ama hasta el delirio. Mientras voy en el carro repasando esta historia, me rio de ver que hasta mis recuerdos son mamertos. Para curarme la crisis de existencialismo me compro una revista de chismes y la leo mientras espero que sea la hora de recoger al niño de la guardería. El problema de la distancia es que hace que los recuerdos se vuelvan mas-que-perfectos (plus-que-parfait).

viernes, 1 de octubre de 2010

Opinar

Hoy me llegó el primer comentario de intolerancia a lo que escribo en este blog. A veces la gente me regaña por lo que digo, a veces no están de acuerdo, a veces me mandan consejos. Mis amigos me suben el ánimo. Mis familiares me consuelan. Pero hoy me llegó el primer comentario que me dice que no tengo derecho a opinar. Es un anónimo. Para atacarme me comparan con Ingrid Betancourt y me dicen que se me “pegó lo francesa”. Pero que les gusta el blog menos cuando hablo de política.

Hace dos años que escribo para ayudarme y ayudar a otros a desmitificar el “Primer mundo”. Para mostrar como todos somos iguales para bien y para mal. Como la felicidad no la hacen las grandes obras de infraestructura sino la capacidad de adaptarse y aceptar la vida como es. Escribo como aquí y allá hay personas generosas, buenas, nobles. De cómo los “ciudadanos modernos”, entendidos como seres humanitarios, tolerantes y respetuosos, nacen en todas partes gracias a una feliz coincidencia del destino.

Hace dos años, también, escribo sobre mi hijo, de cómo crece, de cómo quisiera ser como él y ver el mundo como él lo ve. Hablo de mi esposo. De los sacrificios que se hacen por amor y de la felicidad que se recibe a cambio. De lo que pasa el día que uno cambia el trabajo por el matrimonio. Hablo de ser inmigrante. De hacer mercado. De hacer oficio.

Pero a veces hablo de un país al que he revaluado desde la distancia. Del país en el que nací. En el que viven las personas que quiero. También hablo del país en el que vivo. De las cosas que admiro. De las cosas que me desesperan y vencen mi paciencia. De la discriminación. De la ignorancia y de la intolerancia que trae consigo.

Pero hoy alguien me dice que no tengo derecho a opinar. Yo, como cualquier ciudadano, tengo derechos. Opinar es uno de ellos, independientemente de lo que opine. Sin importar el origen, la ubicación, la estratificación social, la orientación política, las personas tienen derecho a disentir, a cuestionar, a lamentar. Algo muy terrible nos controla cuando no podemos aceptar a los que no piensan como nosotros. Cuando la primera reacción es el odio. Cuando sentimos que tenemos el don de ignorar los derechos de los demás, algo muy oscuro pasa en nuestro interior. Me aterra como un blog que no siguen más de 80 personas genera la misma actitud de odio que los foros de nuestros medios masivos. Mi vanidad lo toma como un cumplido. Pero mi corazón lo resiente como un fracaso: dos años escribiendo sobre la tolerancia y algunos no han entendido nada.