lunes, 21 de diciembre de 2009

Gracias

Si alguien lee los primeros post publicados en este blog, se dará cuenta que yo empecé a escribir porque sentía que me estaba desapareciendo. El hecho de no ser ni francesa, ni árabe y de vivir en un pueblito muy elegante del sur de Francia, me dio la sensación de haberme vuelto transparente, invisible. Aislada en medio de la gente, sin hablar la lengua, sin amigos, habiendo dejado todo y a todos, sólo tenía a mi esposo que constantemente esta en misiones de entre una semana y tres meses. También tenía un bebé para cuidar, al que debía procurarle una vida feliz. Entonces para existir, para dejar un registro de mi experiencia y una prueba de mi existencia, empecé a escribir semana tras semana. Les mande enlaces a algunos familiares y amigos buscando consuelo. Le mandé los textos a mi mamá para que me corrigiera la ortografía. Y dado que el blog esta en internet hubo gente que me encontró por azar. Entre ellos hubo personas que se tomaron el trabajo de escribirme, que me mandaron comentarios, críticas, palabras de aliento. Sin saberlo esas personas han sido como un cable a tierra. A esas personas les debo mucho. Esos mensajes son mi tesoro. Esas personas saben que yo no desaparecí, que solo cambié. Que no soy la misma, pero que sigo igual.

Yo no soy una escritora. No soy coherente. Me contradigo. “Así como digo una cosa digo otra”, como sentencia sabiamente la Chimoltrufia. Pero escribir organiza mis ideas y descongestiona mi alma. Y afortunadamente existe gente que lee lo que escribe mi corazón a pesar de que no sea un experto en sintaxis o gramática. A todos ellos muchas gracias.

viernes, 11 de diciembre de 2009

La heredera

Nadie se merece una herencia. O al menos no se la merece tanto como cree. No la trabajó, no la ahorró, simplemente la esperó o le llegó porque alguien más desapareció. Había una publicidad que decía que si usted no viaja en primera clase pudiendo hacerlo, sus herederos lo harían. El problema de no saber cuándo se muere uno, hace que guarde o ahorre inútilmente unos recursos que debió disfrutar. Por el contrario, entre mejores sean esos recursos más contentos estarán sus parientes cercanos de cualquier falla en su salud o de las posibilidades de un accidente. Cuanto hijo indigno aparece llorando a reclamar su pedazo de la casa, la lámpara de la sala y el espejo de la entrada, a pesar de no haber movido un dedo los últimos 20 años por su anciana madre. Las herencias como todo lo que tiene que ver con dinero, tienen un lado oscuro, una historia, un pasado.

Yo he recibido una extraña herencia: el 50% de un divorcio. Un montón de muebles de pino. Con lo lindos que son los pinos en las postales de Los Alpes, o en las tarjetas de navidad, ¿Porqué vienen a invadirme a mí que nunca tuve la intención de cortarlos?. También heredé montañas de sabanas, toallas y limpiones viejos, que han desaparecido misteriosamente, cada vez que hay promociones de lencería y ropa de hogar en Carrefour. La mitad de una vajilla azul y amarilla de pésima calidad que se rompe cuando toca el piso con el más mínimo impulso. Un juego de copas de cristal que no me hace feliz, pero que no me incomoda. Unos cubiertos de mango azul plástico, que se confunden con la comida y van a parar a la caneca al menor descuido. Una docena de electrodomésticos tipo waflera, sanduchera, crepera, que dado su buen estado, no me producen ni frio ni calor. Pero también lo heredé a él. La máquina del diablo como le dice mi esposo. Un ayudante de cocina con más de 50 accesorios. Algún día buscando si entre todas esas cajas había una licuadora para hacer jugo lo encontré en su empaque original. Nuevo. Sin abrir. Incluía la licuadora así que lo saque y preparé un jugo de banano con mandarina. El que hoy es mi esposo que en esa época era mi novio, saltó como una fiera a la cocina a ver qué era lo que sonaba, y me encontró con las manos en el ayudante. Si el ayudante hubiera sido un muchacho buenmozo de 20 años, no se habría puesto tan furioso. Me dijo que era una máquina carísima y delicadísima. Que tuviera cuidado de no dañarla. Y dicho y hecho, yo seguí experimentando con tan mala suerte que le puse mal una de las 50 piezas y sonó un ruido horrible que evidenció que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Segunda vaciada. Y así sucesivamente. Un día con juicio saqué el manual y aprendí todas y cada una de las funciones. Pero cada vez que lo usaba mi esposo se ponía insoportable. Le pregunté a mi cuñada si sabía la historia del señor Moulinex. Haberlo sabido. Fue el último regalo de mi suegra a la anterior esposa de mi esposo, con una nota: “Para que aprendas a cocinar”. Sutil y a la yugular como todas las cosas entre suegras y nueras. Después de 10 años de comer todos los fines de semana en su casa, le regala algo a ver si por fin aprende. Encantadora como siempre.

Como buena herencia yo lo disfruto sin merecerlo. Ya casi lo domestico. Ya sé hacer papas y platanitos en chips. He hecho tortas de zanahoria y de espinaca. Toda clase de ponqués, tortas y masitas. Jugos y sorbetes. Guisos, salsas y picadillos. Lo uso como licuadora, como batidora y como picadora y sé que hay otras utilidades que aun no he ensayado. Pero siempre que lo uso pienso que nadie sabe para quien trabaja, o como un regalo que era para amargarle la vida a unos, termina facilitandole la vida a otros.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Dos mundos

Existen dos mundos. Un mundo de los que tenemos niños y un mundo de los que no los tienen. No teniendo suficiente con la montaña de clasificaciones que han encajado mi vida – para bien y para mal – ahora disfruto y sufro la de ser mamá de un niño de menos de dos años. Mezcla perversa entre sufrir el apartheid y pertenecer a un club social. Mientras los amigos solteros comentan: “La hemos perdido, ya no es la que solía ser!”, las amigas-mamás sentencian : “Así te quería ver, pendeja!.”

Mientras a los amigos solteros la navidad y el final del año, les da permiso de deprimirse y/o emborracharse y/o cuestionar el sentido de sus vidas, los que tenemos niños, no tenemos ni permiso ni tiempo de deprimirnos ni de cuestionar nada diferente a armar el árbol, comprar los regalos, organizar las celebraciones, pasear por las iluminaciones… Los solteros se auto regalaran el último teléfono, el último computador, lo más top, lo más cool… Los que tenemos niños si la suerte nos acompaña recibiremos un saco, de alguien que se apiadó de nosotros, pero tendremos la ilusión de la llegada del Niño Dios o del Papa Noel, según sea el hemisferio. Comprar juguetes con la excusa de que son para nuestros hijos es uno de los nuevos placeres de los que no nos avergonzamos, aunque muchas veces la selección se acomode más al gusto del niño que dejamos atrás, que al del que tenemos en frente.

En el pasado mi refugio era algún café snob con terraza donde me sorbía un capuchino con el palito de revolver y me fumaba un Kool Light. Ahora lo es cualquier Mc Donals, reino de las mamás con niños pequeños, chillones, gritones e hiperactivos. Refugio de los papas divorciados que recurren, sabiamente, a llevar a sus hijos itinerantes a un lugar donde eso que no se van a comer y que parcialmente se van a untar, no es tan costoso y viene acompañado de un juguete que compensa la baja calidad nutricional de lo que botan a la caneca. Bendito sea el piso pegachento donde un reguero más no es el fin del mundo. Qué me importa a mi quedar con hambre después de ingerir la caricatura de una hamburquesa, si tengo un sitio donde cambiar el pañal, lavarme las manos, hacer pipi y dejar al chino nadar en una piscina de bolas plásticas babosas.

Ahora me paso la vida buscando un buen parque, me gasto la mitad de mis ingresos en vueltas de carrusel, hago careoke con Los Canticuentos… Cuando encuentro a mis iguales intercambio datos representativos como: ¿Cuántos meses tiene? ¿Cuánto pesa? ¿Ya pasa la noche derecho? Doy consejos, comparto recetas, pregunto donde consiguieron ese abrigo tan chusco y en invierno salir sin gorrito: ¡Jamás!

Recuerdo ese otro mundo en el que uno podía dedicarle el sábado a la peluquería, a hacerse las uñas, a medirse blujeanes, brasieres, zapatos. Noches de rumba. Tardes de siquiatra. Algo me falta, pero no sé que es. Qué desparche. Tengo que cambiar de celular porque mira, se le rayó la pantalla. El celular que tengo ahora es el juguete favorito de mi hijo y se le borraron los números un día tratando de quitarle un pegote de compota.

En este mundo soy la mamá. En este mundo no busco consuelo, lo doy. El centro del universo se desplazó y llora en mis brazos cuando el vecino lo asusta con el ruido del taladro. En este mundo el final del año no me hace preguntarme sobre el sentido de la vida, solo trato de mostrarle a alguien más que la vida vale la pena.