martes, 9 de octubre de 2018

President Baby

Tenía 5 años y ya sabía que quería ser presidente. Su mamá encajaba perfectamente con la definición de un sociópata: abandonada de la empatía hacia sus semejantes, le había inculcado que él era mejor que todos los demás. Que siempre debía ser el primero de la fila. Que no merecía un “no” como respuesta. Que estaba llamado a mandar sobre todos esos muchachitos, en especial sobre aquellos de colores variopintos o cuyos padres promovían ideas peligrosas como la igualdad o la solidaridad.

Tuve el inmerecido placer de conocer a la mamá en una reunión de padres de familia en la que le exigía airadamente a la profesora implementar un programa intensivo en lenguas anglosajonas y aumentar la dificultad de toda actividad académica, dado que su niño era superdotado y se aburría en clase. Cuando yo lo miraba dándole patadas a una lata me sorprendía: ¡Cómo se veían de normales los niños superdotados!

Ese día volví a la casa a preguntarle a mi hijo qué quería ser cuando grande.

– Yo quiero inventar una máquina del tiempo para ir a la época de los dinosaurios y traerme un velociraptor. También hacer una pócima para resucitar a Michael Jackson pero cuando era negro, porque blanco me da miedo. 

Anotación mental: “Buscar un libro de bioética para niños en internet”.

Sobra explicar que mi niño y yo representábamos todo lo que la mamá combatía.

Algo que nunca entendí es que a pesar de que el muchachito trataba a los otros niños como súbditos, la mamá tenía una corte de mamás maníaco depresivas a las que controlaba con la preparación de las listas de invitados al cumpleaños del príncipe heredero. Digo listas, porque había dos: la de aquellos que hacían parte del cortejo y la de aquellos a los que no invitaría por nada en el mundo, obviamente encabezada por mi hijo, y con la que el muchachito lo mortificaba a la mínima oportunidad.

Yo vivía contrariada. No tanto por la fiesta sino por la idea de que el muchachito llegara a la presidencia. Me imaginaba la campaña, las difamaciones que inventarían contra sus adversarios, la compra de votos a punta de cupcakes, las cifras que inventarían para convencer a los electores de que gente como yo los estaba invadiendo o las promesas mesiánicas que los salvarían de un destino trágico. Y cuando llegara a la presidencia usando la constitución de confeti, dándoles bolillo a los que estuvieran bravos por no haber estado invitados a la fiesta, chuzando teléfonos, amenazando periodistas, el presupuesto de educación iba a terminar en arcos y flechas, y el de salud, en pistolas de agua.

Un día vi que la mamá le daba el teléfono para entretenerlo y lo primero que hizo fue abrir el Twitter Baby. No sabía escribir pero ya estaba insultando a alguien a punta de muñequitos.

Para que a mi hijo se le olvidara que no estaba invitado al cumpleaños, lo llevé a cine con un amigo que también estaba en la lista negra. La mamá era morena, de ojos negros, de 1.80 de estatura y dejaba a todos los papás boquiabiertos. Les puse chaquetas de cuero, gel en el pelo, gafas oscuras y me los llevé a cine. Les prometí además que si estaban juiciosos los llevaba a McDonald’s después de la película. Se portaron como unos santos.
Se prendieron las luces y nos dimos cuenta de que, dos filas más abajo estaban todos los niños de la lista “blanca”. La celebración del cumpleaños no era una “fiesta” estilo Versalles como yo me la había imaginado con el Cirque du Soleil y un ponqué de cinco pisos; era ir a cine. Algunos de los niños se pusieron felices de ver a los rockeros exiliados y los saludaron efusivamente. Ante la afrenta, el príncipe se acercó y nos preguntó:

– ¿Y ustedes qué hacen aquí?

– Vinimos a cine y ahora vamos para McDonald’s, contestó mi hijo.

Mirando a su madre el heredero preguntó:

– ¿Mamá, nosotros podemos ir?

– No, querido, nosotros no vamos a esos sitios.

Mientras nos alejábamos escuché que una de las maníaco depresivas comentaba:

– Con esta gente por todas partes, ya ni a cine se puede ir tranquilo.

Corolario

Meses más tarde y en complicidad con la profesora, armé una fiesta de cumpleaños en el colegio: invité a todos los niños, llené el carro de bombas infladas con helio que se salían por las ventanas. La piñata era un león que abría la boca, llevamos sorpresas, ponqué y dulces, y durante muchos años, cuando a los niños que habían asistido les preguntaban qué querían de cumpleaños, respondían: una fiesta a la colombiana.

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