viernes, 29 de enero de 2010

Jugo de curuba. Desde Bogotá.

Uno se va. Cambia. Se adapta. Se hace una armadura. Escoge que olvidar y que recordar. No piensa en muchas cosas. Adquiere hábitos. Nuevas manías, vicios y costumbres. Se da permiso de seguir haciendo algunas cosas a la colombiana. A veces pone a Carlos Vives. A veces lee los periódicos por Internet. Pero uno sabe que para que la tristeza no gane, esas cosas no deben ser el centro. Entonces arma en el corazón un compartimento, donde guarda todo eso que uno era. No deja de ser, pero deja de estar.

Pero un día vuelve y todo lo que ama, lo que odia, lo que adora, lo que no sabía que extrañaba lo atropella. Lo acosa. Lo abraza. El viaje se vuelve un revuelto de emociones que van de desde el dolor de muela hasta el éxtasis pasando por la alegría, la nostalgia, la pena. Maldita sea. ¿Cómo es que puedo vivir sin el jugo de curuba? ¿Cómo es que puedo pasar meses sin conversar contigo? ¿A qué horas se crecieron estos niños? ¿Por qué diablos no pasan por la cebra? ¡No, no me pongas noticieros colombianos! ¿Se acabó La Piazzeta? ¿Te acuerdas de ese almacén que quedaba en la esquina? Lástima, cambiaron el menú. ¿Ya no viven ahí? ¿En serio? ¡No, qué injusticia!

Percibe el cariño firme a pesar del tiempo y la distancia. El peso de sentirse abandonado. La carga del que se queda. La incertidumbre del que queriéndose ir no lo ha hecho. La envidia de los que están convencidos de que afuera todo es mejor. La pereza de volver a quererse para tener que despedirse. Otra vez. No me acordaba que te quería tanto.

Uno vuelve y narra su cuento. Donde vive. Cómo. Qué hace. Repite anécdotas. Trata de explicar eso que aún no ha entendido. Que es lo mismo pero diferente. Que no es mucho más feliz. Que allá, en el nuevo hogar que trata de construir, también le da gripa, también hay que subir el mercado, también se aburre, también se cansa. Compra artesanías que nunca habría volteado a mirar si viviera en Colombia. Arma su maleta y se va. Otra vez. No me acordaba que te extrañaba tanto.

jueves, 21 de enero de 2010

Ruido. Desde Bogotá.

En Bogotá he vuelto a encontrar el ruido. Ruido sordo o blanco. Ruido de trancotes, de insultos, de gritos, de carcajadas, de pitos, de sirenas. Ruido en todas sus formas. Lo extrañaba. Chirimía de retahílas mezcladas con música y alta voz. Invitación de almacenes, de mercados, de prostíbulos. Sexo, drogas y reguetón. Chicas. Chicas. Si no puedes contra ellos confúndelos, o en su defecto déjalos sordos. Máquinas que martillan a lo lejos. Copetones que cantan en mi ventana. Lluvia, brisa, llovizna, ventarrón. Gente que habla duro en los restaurantes de moda, por si no habíamos notado que estaban allí. El ruido que hace la llave en el portón de mi casa. Los oigo a todos al mismo tiempo. Conozco como debe sonar cada hora del día, según el día de la semana y el mes del año. No me molesta, aunque a veces no oigo ni lo que pienso, y por consiguiente no entiendo ni lo que escribo.

sábado, 16 de enero de 2010

Pecados de omisión.

No llamar. No preguntar. No comentar. Me preguntaste porque no te quería si tú nunca habías hecho nada. Como quererte, me pregunto yo. Pereza. Desaliento. Dejadez. Desamor. Mi abuela decía que se peca por lo que se dice y por lo que se deja de decir. Prefiero yo los pecados capitales, la ira, la gula, la lujuria. Pecados de exceso y no de ausencia. El que no firma el acta, el que no manda el fax, el que no contesta el mail. El que te ve morir. El que no te abre la puerta. El que no recoge. El que no cierra el frasco. El que nunca dijo lo que sentía. Expedientes que se pudren sobre un escritorio. Trámites inconclusos. Poder malsano: no hacer nada por nadie. Si al menos hubieras dicho algo, no habría sentido culpa por no quererte.

lunes, 11 de enero de 2010

La foto. Desde Bogotá.

Sacar una foto de Bogotá. Una muy buena. Una que la describa, que la represente, que la merezca. Una foto que no caiga en el cliché, ni en la porno miseria, ni en el falso lujo de los yupies del tercer mundo, ni en el facilismo de los edificios de ladrillos anaranjados sobre las montañas, “más cerca del cielo”. Una foto que le haga justicia, ciudad grande, absurda, infinita, siempre en obra, siempre en movimiento. Ahora que vuelvo te entiendo más, te quiero más, te temo más. Yo no te quiero perfecta, ni inmaculada, ni virgen. Yo te amo así: con historia, con pasado, con mancha. Y sigo pensando en la foto. Pasan frente a mí los niños de algún jardín, agarrados unos a otros de sus delantales de cuadritos para atravesar la calle, mientras una volqueta pita enfurecida, esperando agilizar su paso. Un payaso promociona algún almorzadero y se acerca para saludar a mi hijo. Hordas de mujeres que usan pantalones una talla inferior a la de sus caderas. Yo busco y busco. El chontaduro para el amor. 100 gafas oscuras para la venta sobre un plástico amarrado a un poste. Un millón de personas que sale de las oficinas para almorzar a medio día. Otro millón que calienta lo que trajo de la casa. Edificios coloniales, republicanos, constructivistas. Casas que crecen un piso cada vez que hay con qué. Antiguos cinemas que hoy son centros de culto. Perros callejeros. Parques. Grafitis. Vallas políticas. Bibliotecas. Parques. Domingo de bicicleta, pincho de caballo y mazorca negra. Pasto verde. Copetón. Paloma. Tomo y tomo fotos. Nada. Parecen pedacitos de un espejo roto. Tal vez deba desistir. Ingenua yo reducirte a una foto.

18 horas

18 horas de viaje y llegaste sonriente. Hyeres – Marseille – Paris – Bogotá. Tranquilo y feliz. Disfrutaste del viaje. Me miraste aterrado en los despegues y los aterrizajes, pero luego sonreíste para que yo no me asustara. El viaje fue mucho más agradable porque estábamos juntos. Pensé que me iba a enloquecer y por el contrario, gracias a ti, hablé con muchas personas y otras muchas nos ayudaron con coche, maletas, teteros y juguetes… Un azafato te dio paleta y te sentó en sus piernas para que yo descansara. Del cielo nos cayeron unos abuelitos que nos ayudaron en inmigración mientras yo hacía los trámites. Aprendiste a ponerte los audífonos y oíste música por casi una hora. Comimos sanduches y papitas de paquete que habíamos empacado desde la casa. Antes cuando viajaba sola a ver a tu papito, odiaba las horas de avión y las filas de aeropuerto. Contigo todo me parece nuevo, te muestro, te cuento, te explico, no pienso en mi y esa es tal vez la mejor forma de sentirse mejor.

Y si en el viaje te portaste como un príncipe, el Bogotá has sido el rey. Has comido papitas criollas, morcillas, chorizos, arepitas, plátanos rellenos de bocadillo. Hemos salido por las mañanas, atravesamos el conjunto, compramos el pan y nos devolvemos compartiendo un roscón. Me acompañas a comer Sushi con los amigos de mi pasado remoto y siempre logras que terminemos jugando contigo en algún parque. Has corrido por todos los centros comerciales, mientras tu tío “Tati” (Santi) te persigue muerto de risa. Bailas en la puerta de todos los almacenes donde ponen música estridente y te miras al espejo las luces de los tenis. Te has puesto de ruana todas las reuniones a las que hemos ido. No te afecta el cambio del clima o el de horario. Duermes igual de bien en la camita que te compró tu abuelita, como en la que tienes en la casa. Siempre te levantas tan contento. Me miras como diciendo: “¿Qué vamos a hacer hoy?”. Yo te respondo con un abrazo: “Estar juntos y ser felices mi amor”.

miércoles, 6 de enero de 2010

Desde Bogotá. Plaza de mercado.

Plaza de mercado generosa llena de olores y colores. Comer mandarina mientras escojo las frutas. Regatear. Conversar. Comentar. Buenas vecina. Lleve la docenita. Sólo con entrar siento hambre, ganar de cocinar, de comer. Mundo imperfecto y mágico. Regalo de la tierra. Alverjas desgranadas que nunca estarán en una lata. Arepas, harinas, almojábanas, panelitas, bocadillos. Hierbas para la tos. Remedios para el mal de amor. Quereme. El encime. La ñapa. Córtemela en filetes pero déjeme el gordito. Tiempo sin verla sumercé. Papitas criollas, de las chiquiticas, de las que cocino y luego frito y me como con un aguacate. Huevos de doble yema y cáscara dura. Cilantro, calditos que curan la gripa y las penas. Jugos de curuba, de guanábana, de mango. Ensaladas de fruta monumentales. Longaniza en canasto. Si pudiera te llevaría conmigo.

Desde Bogotá. El tráfico.

Las personas mas buenas y generosas se transforman en bestias furiosas atrás de un volante. Podrían compartir el pan de su mesa, pero no ceder el paso. Los taxistas son guerreros salvajes que se abalanzan sobre la vía, la dominan, la marcan. Los camiones, los buses, lo automóviles, todos son tanques de una guerra contra todo y contra todos. Si bien la ciudad crece y las obras en cualquier otro lugar serían sinónimo de progreso, acá son un castigo y el motivo de la ira. Un obstáculo a vencer. Las señales de tránsito son objetos decorativos, inertes, sin función alguna. Los peatones son acróbatas que saltan entre los tanques. ¿La vida? Qué importa la vida. El papá más dedicado no tendrá reparo en dejar sus hijos huérfanos saltándose un semáforo o atravesando la calle burlando las cebras. Cuánta de esta gente irá al médico, hará dieta, leerá, irá a misa, pedirá perdón por sus pecados, amará a sus hijos, hará deporte, intentará tener su propia casa… tal vez todos, pero también todos estarán dispuestos a perder la vida si eso implica dejar que el otro pase primero.

Desde Bogotá. Los cambios.

Todo cambia. No. No todo, algunas cosas siguen iguales. Pero volver es un extraño ejercicio de inventarios de lo que sigue igual, de lo que varió, de lo que se movió, incluso de lo que desapareció. Solo hace dos años que me fui de esta ciudad y ya soy extranjera. Efecto perverso. También soy extranjera allá. De ambos lugares se muchas cosas, pero de ninguno lo se todo y en los dos soy una especie de bicho raro.

Los días de sol en Bogotá son tan lindos, tan brillantes. Me acuerdo que cuando era niña nos acostábamos en el pasto y si no había una sola nube en el cielo, pedíamos un deseo. En mi vida todos mis deseos se han cumplido de formas extrañas, así que desde hace años cuando tengo la oportunidad de pedir uno, solo repito: “Que todo salga bien”.

Los amaneceres en Bogotá son helados. Estamos resfriados y dormimos con saco y medias. Este frío lo recuerdo, sigue igual.

Los atardeceres siguen siendo tristes. Pero la tristeza se acaba al llegar la noche.