jueves, 9 de julio de 2009

Penélope

La perfección de este pueblo me deforma el cerebro. La limpieza de sus calles. La educación de sus gentes. Vivir en un lugar “perfecto” es tan agobiante que despierta mis demonios. Nunca he cerrado la puerta del carro. Incluso en verano lo dejo con las ventanas abajo. No tengo llaves de mi casa: la puerta está siempre abierta. La gente me saluda, pero difícilmente me habla. A veces me siento a conversar con el único mendigo que se alberga en el parqueadero de “Centre Ville”, pero incluso él, no vive en este pueblo. Las zonas que ocupan los árabes están tan bien delimitadas que ni siquiera hay conflictos. Todo es tan bonito, tan limpio, tan exacto que la gente se impacienta con la más mínima modificación a su agenda. Durante el verano, los lugareños suben a la montaña, para evitar el calor y el contacto con los turistas a quienes miran con desprecio. Yo por el contrario soy feliz de hablarles, porque en su ingenuidad y a pesar de mi acento, los turistas no tienen problema con que yo “viva” acá. A pesar de que en Francia la industria del turismo es una parte representativa del PIB, los franceses no sienten que nadie merezca estar en su país. Es muy difícil comer comida francesa, no solo por el precio, sino porque los meseros miran a sus clientes con desdén y les molesta tener que explicar los menús. En castigo, el mundo globalizado los ha invadido de MacDonalds, de restaurantes asiáticos y de pizzerías.

El domingo no soporté más el anonimato y me fui a Toulón, la cuidad más cercana. Mi esposo estaba de misión y caminé por ahí, para que no se me olvide lo que se siente tener sucia la zuela de mis zapatos. Toulón es un puerto sobre el Mediterráneo, que sin ser tan grande como Barcelona o Marseille, es habitado por franceses, árabes, africanos y otros tantos grupos no tan ricos, ni tan elegantes como los habitantes de mi pueblo. Compré cerezas y tiré las semillas al piso. Exhausta por el calor y mirando que mi niño tenía hambre, me senté en un bar de mala muerte a darle su sopa y a tomarme una gaseosa. Era la única mujer, y de pronto me vi rodeada de viejitos borrachos felices con mi presencia. Yo no soy lo que se dice una diva, pero a diferencia de las francesas y las árabes, saludo y sonrío. En el fondo tres señores me miraban y trataban de acordarse de algo… Finalmente lo hicieron. El más viejo de todos, se paró y vino caminando hasta mi dibujando una línea más curva que recta: “Madame, usted es tan bonita como Penélope Cruz”. Me dio tanta risa que le tomé las manos y le di las gracias. Mi niño también sonrió. Los otros señores me saludaban desde lejos. El barman se acercó a preguntarme si me estaban molestando. Le dije que no…

Benditas sean las calles sucias con bares de mala muerte. Los viejitos borrachos. Bendita sea la imperfección que me reconcilia con mis ángeles y apacigua mis demonios.

1 comentario:

sandra dijo...

JAJAJAJA AMIGA HICISTE LEVANTE..VAYA PIROPO, A VECES ES BUENO SALIR DE LA RUTINA, DE SU ENTORNO Y CAMBIARRRR ME IMAGINO LLEGASTE COMO NUEVA A TU CASA, AHH QUE TAL ESTABA LOS VIEJITOS NO MENTIRAS JAJA BESITOS A ALEXANDRE SALUDOS SANDRA