domingo, 23 de agosto de 2009

Los perfectos

Los perfectos van por el mundo contando sus proezas, sus logros personales, sus buenas decisiones. Se ufanan de sus casas impecables, de sus hijos aplicados con el tiempo y la disciplina para aprender latín y tocar el violín entre otras actividades; de sus esposas siempre lindas que los esperan con un escocés en las rocas luego del trabajo.

Hombres magros con tiempo para el último best-seller, para el deporte, para la familia. Camisa a rayas y saco de lagartico sobre los hombros. Mujeres impecables, atractivas, atléticas, preferiblemente rubias, que siguieron idénticas después del parto de los trillizos. Con agendas organizadas para combinar el hogar con algún lucrativo negocio personal.

He estado cerca de varios perfectos. He trabajado con ellos. Han sido clientes, amigos, contrincantes, conocidos. Los he soportado silenciosamente, preguntándome siempre como lo hacen. Siempre con la solución en la punta de los labios. Siempre con expresiones superlativas de lo fácil que es hacer las cosas. Siempre en el ejercicio de recordarnos su perfección.

Pero la vida me ha premiado. Uno a uno los he visto resbalarse, patinar, caer. Quejarse. Deprimirse. Bajar al infierno de lo normal, lo bueno, lo imperfecto, lo posible. Los he acompañado, oído, aconsejado. Finalmente nosotros, los imperfectos, sabemos que todo lo que sube baja y a veces vuelve y sube. No sabemos cuándo, pero somos más pacientes.

Lo que más me divierte es que los perfectos piensan que los demás, además, no tenemos memoria y después de caer fingen que no ha pasado nada. Ingenuos. ¿Cómo se nos podría olvidar? Y pienso en la historia de mi abuela de un hombre anciano que les vende a los curas un árbol de cerezo para hacer un santo. Al entrar a la iglesia y el observarlo, el hombre repetía: “Yo que te conocí verde cerezo, no te puedo olvidar y no te rezo.”

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