domingo, 20 de septiembre de 2009

Chicles y falafel

Durante dos días compartí la habitación del hospital con una mujer marroquí, de 43 años y seis meses de embarazo. Acosada por la diabetes gestacional, soportaba juiciosamente las pruebas de glicemia que le realizaban cada dos horas. No tan juiciosamente se comía todo lo que yo dejaba, que era prácticamente la comida sin probar, porque me sentía muy mal y porque estaba espantosa. Adicionalmente el hijo mayor de su esposo, venía cargado de sopa de garbanzos, falafel y otras delicias típicas, que me ofrecían generosos pero que yo no quería ni probar. Me contó que llevaba 9 meses viviendo en Francia, como casi pierde un ojo, que tenía dos hijas de 13 años y 14 meses, que este bebé había sido un “accidente” pero que lo esperaba con mucha ilusión. A mí lo único que me provocaba eran los chicles de menta, para que se me quitara el sabor horrible de la boca que me provocaban los medicamentos. Mi esposo me trajo dos paquetes, sin azúcar, gracias a Alá, porque la señora se sentó y se comió un paquete completo masticando con una energía contagiosa: nunca había visto a alguien sacarle tanto gusto a un chicle, ni hacer tanto ruido haciéndolo. El segundo día vino una doctora, francesa para más señas, especializada en diabetes. Empezó a explicarle que necesitaba insulina, que sus niveles de azúcar estaban muy elevados… pero la mujer parecía no entender debido a la velocidad meteórica con que la especialista hablaba. En reacción a esto, la segunda empezó a hablarle más duro, como si su interlocutora fuera sorda, pero no más despacio. La situación empeoraba. Para resolverla yo empecé a repetir más despacio lo que la doctora decía.

- ¿Usted sabe hablar árabe?
- No, yo sé hablar francés despacio.

Cuando salí del hospital le dejé mis chicles, mis revistas y le recomendé que siguiera las instrucciones de los médicos. Desafortunadamente, no creo que me haga caso.

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