Esta semana he dejado de ser una inmigrante. El
curso de los acontecimientos ha cambiado mi condición y desde ahora soy una
infiltrada. Mas de tres años de observación, de sutil espionaje, del ansia bulímica
por entender este país y sus habitantes me han hecho desarrollar esta extraña
habilidad para mimetizarme, para deslizarme, para parecer uno de ellos y seguir siendo yo.
He cambiado. Debo reconocerlo. Por dentro y
por fuera. No soy francesa ni me siento como tal, pero puedo simularlo y
dependiendo de la situación navego entre Angela y Madame Blanc. Enterré el
fetiche de las mujeres latinas y el pelo largo y me lo corte "au carré plongeant ",
pero sigo maquillándome los ojos y sonriendo como no lo hará jamás una
francesa. Sociedad post feminista que con la igualdad trajo esta extraña neurosis
que se obsesiona con lo políticamente correcto y que extirpó para siempre el
sentido del humor a las mujeres. "Ellas" tienen razón. Punto. Y aquel
que diga lo contrario es un enemigo de la causa. Serias y adustas y aburridas y
obstinadas, estas señoras siguen vengando siglos de desigualdad y son jueces
absolutos de los hombres que huyen aterrados. Entonces, para efectos prácticos,
puedo repetir el discurso feminista al pie de la letra, pero a "ellos" los trato como iguales, les sonrió, les doy las gracias, los hago sentirse importantes
como sólo las latinas saben hacerlo, y tengo dominados al dueño de la farmacia,
al pediatra, al médico general, al muchacho minusválido de la oficina de
correos y al señor que trae el mercado que hago por Internet para no tener que
subirlo 4 pisos.
Domino el idioma. He comenzado a distinguir
los acentos. Primero fue el canadiense y el belga... y poco a poco he
decodificado algunos otros. Uso sus expresiones, entiendo sus chistes y los
interpreto, para luego clasificarlos según sus creencias y orientaciones políticas.
He usado a mi favor el hecho de que para
los franceses, todo aquel que no hable su lengua es un retrasado y
durante mucho tiempo los dejé pensar que no entendía nada para que hablaran sin
inquietarse de mi presencia. Y habiendo dominado la bestia gramatical, he
comenzado a reaccionar, a quejarme, a protestar, a seducir... Recuperé lo que
siempre fue mi fortaleza y hablo. Infinito placer el de dejar claro lo que uno
siente y piensa.
He conjugado el verbo hacer la vuelta en todos
los tiempos. Soy el gato de la pobre viejecita que se lame las patas mientras
ellos se preguntan que comer y que beber. Mientras ellos lloran por la reducción
de los beneficios de la seguridad social, yo vivo agradecida. Le doy las
gracias a la profesora de mi niño cada vez que lo recojo. Soy la única que lo
hace, también porque soy la única que sabe lo que vale la educación gratuita. He
aprovechado todos los servicios de asesoria públicos y he logrado validar los
estudios universitarios de mis vidas pasadas, hacer formaciones, crear una
microempresa y cotizar para una pensión.
La autoestima no me deja aspirar a los subsidios insípidos con los que "ellos"
sueñan, y en secreto soy una empresaria* infiltrada en el mundo de las amas de
casa.
Sigo siendo escéptica respecto de Francia y
los franceses. Me decepcionan. Pero esta desmitificación me ha hecho
evolucionar. He aprendido las ventajas de un Estado laico y la tragedia que es
para un país como el nuestro - si es que de algún modo sigue siendo mío, o si
no seré también en él una infiltrada-, donde una religión opina sobre la salud pública
y el derecho a decidir sobre mi cuerpo y mi destino. He revaluado mi percepción
de los colombianos y la "colombianidad". Lejos del facilismo de
"Colombia es pasión" o de la grandilocuencia del realismo mágico, la
capacidad de adaptación, de "hacer la vuelta", de no necesitar nada
distinto de nosotros mismos para atrevernos a actuar encierran nuestro
verdadero valor y nuestra importancia. Lo que para Europa es una crisis sin
precedentes seria para nosotros una circunstancia más a la que le estaríamos "buscando
el lado". Nuestra tragedia es la
incapacidad de ver nuestros aciertos y nuestros encantos. La visión limitada y mélgalo-maniaca
de pensar que somos los peores, descrestados como niños con el extranjero pero
ensañados en despreciar al colombiano que es nuestro hermano. La diferencia entre un niño francés
y uno colombiano, es que si algún día les pasa algo, al francés lo lloraremos
todos y al colombiano sólo aquellos de su estrato.
He visto como las personas están por encima de las circunstancias y como la inteligencia, el valor, el coraje, nacen en cualquier parte del mundo en proporciones iguales. Personas magníficas, generosas, brillantes, nacen en Francia, en Colombia o en China, y aparecen en la vida en el momento justo para demostrarnos que todavía vale la pena tener fe en la humanidad. Mientras las voy encontrando, navego entre el tumulto como un infiltrado, como un agente doble traficando información para encontrar la felicidad.
------------
*http//:www.litablanc.com